La actuación política del doctor Dardo Rocha y su vida pública es bien conocida por todos los argentinos.
Su personalidad se agiganta y perpetúa con su obra máxima y más querida: La fundación de la ciudad de La Plata, una realidad tangible que es hoy admiración de todos y orgullo legítimo de quienes la habitan.
Había nacido en 1838, en la casa solariega que perteneció a los suyos desde el siglo XVIII.
El padre fue soldado de Paz y de Lavalle. Volvió del destierro poco antes de la caída de Rosas. Fue periodista y soldado, estuvo en Cepeda y Pavón. Era la hora de la espada, limpiamente legada por sus antepasados.
El gobernador vigilaba todas sus construcciones, era su capataz, estaba en los detalles, como los grandes jefes y metía sus propias manos en la faena.
Dos años después de su fundación visitaba con el gobernador D’Amico la nueva ciudad.
Alguien señaló un solar baldío:
- Es de éste - dijo D’Amico -, no edifica porque no debe tener fe en su obra.
Rocha contestó:
- Quedan ustedes invitados a comer en mi casa, sobre este terreno, el 31 de diciembre. A los cuarenta días se festejaba una fiesta en la casa terminada.
El doctor Rocha tuvo ambiciones, las confesó y luchó por ellas. Quiso ser presidente, creyó que tenía derecho, muchos creyeron también en él. Fue vencido y acató su derrota.
Tuvo la sabiduría y el buen gusto de continuar la vida sin reproches. En su retiro, se endulzaba visitando a su hija, en el paseo del bosque bajo los eucaliptos con el Gobernador, con el General Arias, con Udaondo o con los jóvenes que se le acercaban.
Su noche le llegó sin sentirla, iluminada por un claro de luna.
Con él se extinguió una vida preciosa, una vida que compendiaba en cincuenta años de nuestra nacionalidad, medio siglo de historia del gestar heróico y agitado de las instituciones del país, cincuenta años que fueron plenamente vívidos para la patria e íntegramente consagrado con austeridad espartana, a su grandeza, a su progreso y al afianzamiento de nuestra democracia.
